El problema del conocimiento emocional deriva de las “definiciones de vida”, es decir: la “Tabula Rasa”
Aristotélica, viene “marcada” por la impronta de las generaciones de la
cuales soy heredero, trasmitidas por la parte material genética. Pero
las principales definiciones son aquellas donde la maleable y abierta
mente del niño se impregna, cuando empieza su contacto con la realidad
del “mundo”, con los seres, las personas y
también consigo mismo; ahí se forma un entramado de voliciones,
vivencias y emociones primarias que determinan su “aproximación” a la
realidad donde se desenvuelve. Sus definiciones son tomas de “posición”,
profundas y sutiles, que marcan el ser, limitadamente libre, pero si
abierto del niño, en sus edades más tempranas. Si estas definiciones no
están conformes a la “estructura espiritual” del ser; la cual nos es
dada “per se”, le persona sufrirá las consecuencias de definiciones
espurias que formaran una continua “línea de choque” con la realidad de
lo que él es. El ser no es conocer; nuestro ser está impregnado de
“sustancia divina” por similitud y sólo lo que se asimila, en verdad y
bien, a esa sustancia, tiene cabida real y completa en él. El “bien” de
nuestro ser es semejante al bien de la esencia divina; y como la esencia de Dios es el amor: nuestra esencia está “amasada”, formada y absorbida en amor. Lo
que no provenga de esa fuente o no sea similar a él, no se asimila y
queda ahí, junto, pero “inentegrado” en la esencia más pura de nuestro
ser. La lucha de éste, por excluir de sus definiciones lo que no puede
entrar en su unidad interior, forma los movimientos de rechazo e
insatisfacción, siempre constante, por lo cual no logramos la paz, ni el
equilibro continuo y válido, tan deseado.
Cada
persona es un mundo de definiciones, más o menos similares a las de los
otros cercanos a si; pero cada uno tiene su propia panoplia de
definiciones asumidas; cuando son semejantes, las de dos o más personas,
estas asumen la amistad de aquellas que se les “parecen” en sus
apreciaciones de la realidad y rechazan toda definición ajena a las
suyas. Como las determinaciones personales son tantas como personas; el
hecho de poder “encajar” a millones en definiciones similares, es arduo y
casi imposible; la única posibilidad de unidad total y perenne, reside
en la asimilación de todos las definición en lo profundo, verdadero y
único de nuestro ser interior, donde la esencia del amor convierte todo
lo bueno en similar y así: todos podemos ser uno por
siempre. Es completamente inútil, más bien es dañino y antihumano, el
querer imponer por medio de la coacción, el miedo, el poder o el dinero,
definiciones a una o unas personas, sociedades o naciones; no se logrará nunca: la fuerza del ser, el amor, es más fuerte que toda ingerencia humana en su esencia. Nada puede mover la esencia del amor sino el amor mismo.
Por eso están condenados, al más estrepitoso y angustioso fracaso,
todas las doctrinas, pensamiento o idea que vaya contra la esencia del
ser del hombre. Nada, por lo tanto, nada nos conviene más que el sentido
profundo y verdadero, trasmitido por la palabra: “AMOR”.
La
asociación de las emociones con las “razones”, forma una maraña de
definiciones profundas o en escala de intensidad que determina la acción
de muchos seres. Pero las definiciones válidas no son cualquier cosa
que nos guste o se nos ocurra; sólo las que tienen su base en el amor
verdadero, podrán hacer de los actos humanos cosas buenas; la dinámica
del hombre es su definición ante los retos de la vida, pero, esas
definiciones, pueden hacer o deshacer la voluntad, la vida y el entorno
de cualquier ser humano; o forjar la fuerza y el destino de lo bueno, en
multitud de seres que nos acompañan o pasan por nuestra vida.
Homo sum, humani nihil a me alienum puto. “Soy hombre, deseo que nada de lo humano me sea ajeno”, decía
Terencio, el poeta latino; pero lo humano es sólo una parte de nuestro
ser; estamos en dos dimensiones. San pablo añade: en Dios vivimos, nos movemos y existimos.
Luego ambas dimensiones nos son próximas y ambas forman nuestro
complejo y a la vez simple ser. Lo humano disfraza nuestro verdadero ser
con figuras, deseo e imágenes hechos para complacer nuestra
definiciones no válidas, pero lo humano también trasciende la esfera de
lo mal definido y alcanza las alturas donde el ser se trasforma en la
realidad para la cual fue creado. "Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti".
San Agustín toca aquí el problema de la trascendencia; de la verdadera
conciencia del ser humano: sólo en Dios podrá, nuestro ser, encontrar la
dimensión necesaria para estar en armonía consigo mismo.
Lo
emocional es un factor determinante en nuestra vida diaria, nos hace
sentir bien con nosotros mismos o una piltrafa humana. Tiene la fuerza
de la interioridad desnuda; y condiciona, la mayoría de las veces,
nuestro hacer. Pero las emociones dañan más nuestro ser, cuando no son
aceptadas y canalizadas adecuadamente; pues la fuerza síquica, necesaria
para encubrirlas, nos quita posibilidad de trabajo de alegría y de paz
interior. El conocimiento emocional es sobre los sentimientos; la verdad
de nuestra reacción ante tantas y tantas lesiones y daños que nosotros
mismos y los demás nos hacen, nos hacemos a nosotros mismos y a los
demás: perdonar es el remedio a tanto sufrimiento íntimo; y perdonarnos a
nosotros mismos es el mejor remedio al dolor interior y al conocimiento
de cómo perdonar y disculpar a los otros. Pero perdonar no es fácil, se
necesita la comprensión de la debilidad humana y la convicción interior
de la propia limitación. El perdonar es un acto de caridad hacia uno y
hacia los demás que considera la imperfección y el estado de indefensión
de nuestro ser interior, como la causa del daño que hacemos a los otros
y a nosotros mismos.
Cuando
el sufrimiento rebana nuestro ser, la ideas “locas” surgen, por todas
partes en nuestro interior y las obsesiones tienen partida de “status
quo” en la interioridad; parecen verdades incontestable, pero no son
sino el fruto del dolor emocional no asimilado. La vida no parece vida y
la distancia con la realidad nos hace más infelices todavía. La
tristeza abraza nuestro ser íntimo y parece que no se saldrá nunca de
ese estado. En realidad la mayoría de esos sentimientos son mentira.
Están ahí por diferentes causas y motivos; pero
no tienen más valor de realidad, ante el Ser, que el dado por nuestro
interior dañado. La mejor forma de superar ese estado, es seguir, en la
medida de lo posible, las actividades y la vida que siempre se ha
llevado; si esa vida es buena y útil. En caso contrario, si se puede
cambiar de conducta, es necesario hacerlo.
Cuando
la felicidad toca al alma, esta se siente envuelta en dicha, sosiego y
paz; parece que todo es bueno y próximo, Dios es “visible” y cercano,
nada nos daña y si lo hace es resuelto de manera rápida y satisfactoria.
La alegría inunda nuestro ser y parece todo posible. Las cosas de la
naturaleza toman carta de ser en nuestro interior y la belleza esta
repartida en todo. Somos uno con el universo.
Estos
dos estados, tan contradictorios en si mismos, muestran los extremos a
donde las emociones nos “envían” y nos hacen sentir lo mejor y lo peor
de nuestro “caprichoso” interior vital. Lo normal es un estado
intermedio, donde la felicidad y la tristeza se suceden de manera más o
menos continua y la persona puede actuar de forma “normal”, superando
las contradicciones y las “bajas” de ánimo.
El
conocimiento emocional no es racional, es vital, tiene características
propias que son producto, muchas veces, de la vida que se ha llevado y
del “carácter” primario formado en nuestra niñez. Aunque también puede
deberse a causas de enfermedad e inclusive a causas místicas.
La
fuente de la emocionalidad está relacionada con la parte vital del
individuo y con el sentido de bienestar o malestar del ser que la posee;
condiciona de una manera fuerte y determinante, los actos y la mente de
todos. Son muy pocas las personas que pueden controlar sus emociones y
quienes lo hacen, corren el riesgo de enfermarse o de ser personas sin
“personalidad”.
Esta
“especie” de “carga” vital-emocional, escondida en el interior de cada
uno, algunos la “descargan” por diferentes medios: trabajo, ejercicio,
llorando, estallando etc. otros la reprimen y la ocultan y esto les daña
y enferma; no hay reglas en los sentimientos; sino heridas, más o menos
graves y alegrías más o menos plenas. Todo está regido por el
amor-desamor, como causa fundamental de sufrimiento o de alegría. El
amar y sentirse amado, es una de las grandes clases de la verdadera
alegría. Y el sentirse rechazado y no ser tomado ni tan siquiera en
cuenta, causa el estado de angustia y tristeza que determina la
infelicidad en lo más profundo del ser.
Somos
seres de intimidad suave y cariñosa; hechos para la verdad y la
alegría; nuestro interior está “forrado” de calidez y delicadeza; todo
lo “vulgar” e impío, lo feo y arisco, lo agresivo y ruidoso, lo
interesado e hipócrita, lo egoísta e insincero; nos destruye. Nuestro
ser es esencia de amor.
La verdadera “arquitectura” del ser íntimo humano, está reflejada en la primera carta de San Pablo a los corintios (13,4-7) la cita dice así: “el
amor es paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se
hace el importante. No actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El
amor no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y
perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada la verdad. El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta.” Esto “marca” nuestro ser, y eso, es lo que debe “brotar” de nuestro interior, cuando somos lo que llamamos: “bueno”.
Pero
la humanidad, cada ser humano, herido en el interior más íntimo del
alma; no quiere sentir su dolor y al huir de él, huye de si mismo: esta
huida produce ideas y definiciones personales, la mayoría de las veces
egoístas y malas; da lugar a violencias, pasiones, deseos sensuales y
sexuales etc. que crean una inmensa capa de desasosiego y relaciones
falsas y cúpidas en todo el entramado social. El hombre está hecho para
la felicidad y su mayor deseo es lograrla.
Toda
la pasión de la humanidad y todas sus búsquedas, son producto de la
infelicidad o desamor en el interior de si mismo. No hay seres malos en
su totalidad, hay seres lastimados que dañan con sus actos a otros y a
si mismos, en una cadena de acciones y consecuencias, de una amplitud
enorme; funcionando en cada uno de los seres humanos y en toda la
extensión de la humanidad, como sutil telaraña social y vital. Luego el
mal, a nuestro nivel, está en los actos de cada ser y procede del
desamor que, cada uno, siente en si mismo. El bien es similar en su
función, aunque proviene de definiciones válidas, justas y reales; y
así, sus acciones, actúan como bálsamo en la corriente del ser y los
seres, y refrescan el amor y la “caritas” que debería regir a la
humanidad en todas sus circunstancias.
Todos
tenemos desamor, algo o mucho, en el fondo de nuestro ser; pero también
tenemos la suavidad del amor. Así mismo, tenemos: alegría y paz,
felicidad y bienestar. Pero no siempre el sentimiento ayuda, hay
tensiones que llevan a diferentes clases de “enfermedad mental” y todo
tipo de “tiempos” y vidas, donde el hombre acomete su “estar aquí” de
maneras diferentes y únicas. Cada individualidad “recibe” su vida, con
las causas y modos que él mismo “determina”, al tomar decisiones justas o
injustas, buenas, regulares o malas. Somos producto de muchos factores,
pero también lo somos, principalmente y en forma muy marcada, de
nuestros propios actos.
Vivir
es pasar por los instantes del presente, “arañando” el futuro para
hacerlo pasado; y nunca el instante se repite; se puede compensar, pero
nunca cambiar lo vivido y “marcado” en cada instante consciente; queda
ahí, determinando nuestro futuro y también nuestra genética. Nada de lo
“actualizado” en el ser, deja de estar ahí, solo se “esconde” para
surgir cuando lo invocamos y muchas veces cuando no se desea.
Hombres
de cambio en busca de infinitos, donde lo pensado sea siempre igual y
lo actuado sea siempre presente. No tenemos dimensión de absoluto, pero
si deseos de él. Estamos “unidos” por cadenas de ser al “Ser de Seres”,
quien nos concibió y actualizó “a su imagen y semejanza”. Su dimensión
de ser no la tenemos, pero a causa de la similitud que Él nos legó,
buscamos en nuestro ser o en las cosas y seres corporales, la dimensión
que intuimos en nuestra esencia inmortal. No obstante, aunque busquemos y
queramos, sólo al permanecer en contacto de “unión espiritual” con el
Ser que nos hizo, podremos llenar la “inquietud y el desamor”, que nos
sacude y nos veja, en la potencia de Amor que no tiene límites, y en la
cual, por la cual y para la cual, fuimos pensados y creados.
Todo
esto tiene dimensión de fe, pero es por la fe que nos ubicamos en un
nivel superior de esperanza y vida; siempre y cuando, esa fe, sea
consustancial con la esencia del ser del hombre.
El hombre buscando la verdad y la Verdad “mostrándose” al hombre, son dos
caras en una misma dirección; pero mientras el hombre busca y muchas
veces se equivoca, la Verdad conoce perfectamente el camino; la fe es la
aceptación de la total confianza en el Ser que es la Verdad; y la
búsqueda, muchas veces a ciegas, que el hombre realiza sólo, se
convierta en caminos expeditos y trillados, mediante la luz que emana de
la fe verdadera. El problema es que habiendo tantas “fes”, distinguir
la más verdadera y recta no resulta fácil. Pero de esto espero poder
escribir más adelante, cuando entremos en el “Conocimiento de fe”.
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