CAPÍTULO 13
EL SER DE USO Y COSTUMBRES
Dentro
de lo social, en cada ser y sociedad humana, existen una inmensa variedad de
costumbres y usos generales, desarrollados para facilitar el “hacer” de cada
ser humano , de determinadas sociedades o grupos. Estos usos y costumbres
desarrollan en cada entidad, humana o grupal, hábitos de vida que conllevan
unos efectos sicológicos propios, los cuales interaccionan entre sí de maneras
muy diferentes, ya sea peleando, creando problemas o asimilándose para poder
interactuar entre las instituciones o los seres humanos. Este es un elemento de
interacción que conlleva una continua tensión-equilibrio-aceptación propia de
toda sociedad humana o animal.
Una
costumbre o uso, pasa de padres a hijos e incluso, su hábito, afecta a los
genes formando nuevas relaciones en su ADN, lo cual se manifiesta en las
generaciones siguientes. El uso se trasforma en costumbre en la medida de la
cantidad de veces que se repite su “acto vital” en la realidad cotidiana. Lo
cual quiere decir que las costumbres son propiciadas por el uso continuo de un
determinado “acto vital”. (1)
De ahí la inmensa
complejidad de la siquis humana y su interferencia en la parte espiritual del
ser humano. Si la inmensa mayoría de los hombres y sus sociedades o grupos,
siguieran las normas enunciadas en el mandamiento supremo: “Amar a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” la inmensa deuda que tenemos con
la “voluntad de bien” sería superada y la armonía y paz reinaría en toda la
tierra. Pero la “caída” de la voluntad libre del ser humano, en la vorágine del
mal nos hace claudicar una y otra vez, ante el imperio de la fuerza bruta, la
mentira, los abusos de todas clases de unos sobre los otros y un larguísimo
etc. que nos esclaviza y hace dependientes de aquello más tenebroso existente en el actuar humano.
Sin la dimensión de lo
trascendente, vivimos de determinaciones “hechas” por aquellos que tienen el
poder social, político o de la riqueza y quienes imponen su “ley” y su capricho
a los millones de seres necesitados de resolver las penurias de su vida
material. La ley de la jungla, del poder y de lo económico marca con impronta
malévola, casi siempre, el “pasar” en el mundo de los hombres. Por eso el mal
se extendió y determinó el actuar de la mayoría humana, al hacerse cada vez más
fuerte, en la medida que cada ser libre influía sobre él, al perpetrar lo contrario
al fondo real y espiritual de nuestra verdadera entidad.
O vivimos en el espacio
de Dios o nos destrozamos los unos a los otros en continuas reyertas
incesantes en el trascurrir de los siglos. Las soluciones utópicas y no tanto,
buscadas por multitud de hombres preclaros o malévolos, deseando una vida más cónsona con los ideales
soberanos de la bondad, la armonía, el bien etc. no han aportado sino
soluciones peores a la enfermedad del mal sobre la tierra. Y la rutina de lo
inicuo extiende su sombra sobre el mundo.
La moda, las reglas
sociales, los orgullos de raza, religión, “status de vida” y un largo etc.
guardan y atesoran muchos de las formas malévolas de las costumbres y usos que
coadyuvan al mantenimiento de las esferas de mal, inmersas en la madeja de las
sociedades dispersas por la esfera azul donde residimos. Las costumbres y usos
cambian, ciertamente, pero su cambio normalmente no es para mejorar la parte
espiritual del ser humano, sino para enquistar los vicios y abusos que
aglutinan las sociedades humanas. Y aún, cuando algunas de las condiciones
mejoran, la maraña del mal, inventa otras parecidas o peores.
La dimensión errada del
vivir “para aquí”; si se quiere del: “comamos y vivamos que mañana moriremos” (1ª Corintios 15:32); la preocupación
constante de usufrutuar al instante todo lo “mejor” que podamos: conlleva la
disolución del ser en la corriente vital del día a día tal y como ha sido hecho
por aquellos que no guardan el camino hacia el bien y la verdad. Lo válido, lo
verdadero, lo inegoista, lo bueno dentro de lo humano, no está, frecuentemente,
al alcance de la mayoría; son pocos, relativamente, los que cumplen cabalmente
con su deber; los que llevan una vida cónsona con principios buenos y rectos.
Aquellos que sacrifican su ego para lograr mejores modos de vidas para sí y los
demás. Son pocos los que en verdad saben querer y amar al “próximo”. Son pocos,
en relación a los siete mil millones de hombres que hay, los acostumbrados a
amar a Dios sobre todas las cosas. Pero el amor de unos pocos puede salvar a
muchos de la esclavitud del mundo, del mal y de la concupiscencia.
La verdadera esclavitud
del hombre está en el interior de sí mismo, cuando nos hacemos dependientes de
todo aquello que no nos permite vivir en la verdadera dimensión donde está
Dios. Es nuestra actitud personal y colectiva la que nos encierra en el marasmo
del hacer las cosas conforme a nuestro “parecer” e ignoramos la supremacía, inteligencia
y determinación del bien, la cual está en el espacio espiritual que poseemos y
somos.
Vivimos despreciando el
ansia de inmortalidad y el continuo llamamiento a la verdad y el bien, sugerido
por nuestra conciencia, en aquellos que aún poseen la voluntad y el apetito de
buscar lo mejor del ser humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario